Los costos del consumo de agua en los hogares franceses son tan altos, que muchas familias prefieren ir a comer al restaurante más cercano antes que cocinar en casa, para que a final de mes el recibo no les llegue tan alto. Supongo que también habrán acentuado su débil inclinación al baño diario.
Pero eso no es lo más grave. El agua que sale por los grifos es sospechosa de contener restos de pesticidas y abonos y residuos de fármacos expulsados a través de la orina por las personas y los animales a los que les fueron suministrados.
Las moléculas de estos desechos químicos y farmacéuticos no logran ser atrapadas en las estaciones de tratamiento y depuración de los acueductos y siguen su normal recorrido por las tuberías. En ese líquido, que las autoridades consideran potable y que a primera vista tiene la cristalina apariencia del agua de manantial, los químicos han encontrado trazas de antibióticos, antidepresivos, anticonceptivos y drogas psicoactivas de las empleadas en tratamientos psiquiátricos. Un verdadero laboratorio del horror.
Sustancias contaminantes emergentes, bautizaron los médicos, con sonora contundencia, a esos desechos que viajan por los polucionados ríos que conectan a casi todos los países centroeuropeos y cuyo destino final son los hogares de medio continente.
En el camino, esos restos van contaminando a toda la fauna acuática que encuentran a su paso.
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Los estrógenos, por ejemplo, esas sustancias destinadas a restablecer el equilibrio hormonal de las mujeres, se las tragan los peces provocando una anormal modificación de su naturaleza. Al llegar a las mesas de franceses, belgas, holandeses y alemanes, estos peces ‘feminizados’ se han convertido en un alimento altamente peligroso para la salud.
Y por si esto fuera poco, en varios países de Europa Central se ha detectado la presencia de restos de antibióticos en la leche y la carne. Las autoridades de salud han encendido las alarmas. Saben que, incluso en pequeñas cantidades, estos residuos son cancerígenos.
Y no se crea que por estas tropicales latitudes estamos a salvo. El hospital de la Universidad del Norte detectó, en aguas residuales, trazas de medicamentos y diversas sustancias de origen farmacéutico. Y en cuanto a pescados de consumo popular, en las principales ciudades de la Costa se ofrece, desde hace unos años, un pescado muy similar al robalo, que procede del delta del río Mekong, una de las zonas más contaminadas del planeta.
Pero no todos los problemas de salud que enfrentan los consumidores tienen su origen en la contaminación. También la industria de alimentos procesados –en especial los que se ofrecen en latas y paquetes de celofán– aporta lo suyo. Esas bolsitas de papas fritas, tajaditas de plátano y chicharrones, esas barritas de chocolate y galletas dulces y saladas para consumo rápido entre comidas, ese maní elaborado con un exceso de sodio que devoramos mientras vemos el partido o la telenovela, además de la tan acertadamente llamada ‘comida chatarra’, son señaladas por los
expertos como corresponsables de los males endémicos que enfrentan hoy las sociedades industrializadas: la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y los desarreglos del metabolismo, entre muchos otros.
En un libro de reciente aparición en Estados Unidos, el periodista Michael Moss, ganador del Premio Pulitzer hace unos años, describe los trucos de los grandes consorcios de alimentos procesados, la mayoría de ellos norteamericanos, para hacer que la gente se atiborre de comida hasta alcanzar ese endémico sobrepeso que, junto a la hipertensión, el sedentarismo y el consumo desmedido de alcohol y cigarrillo, abren un camino expedito hacia la obesidad y aseguran un lugar en la antesala de la muerte.
El tema preocupa en Estados Unidos porque las cifras de la Organización Mundial de la Salud son alarmantes. En ese país, donde uno ve gordos hasta en la sopa, uno de cada tres adultos y uno de cada cinco niños enfrentan problemas de sobrepeso y veintiséis millones de norteamericanos sufren de diabetes.
Pero no son solo norteamericanos, los que, como el pez, están muriendo por la boca. Casi cuarenta millones de personas fallecieron el último año en el mundo a causa de enfermedades no transmisibles como el cáncer, el infarto de miocardio o la diabetes, y casi el setenta por ciento de esos decesos tuvieron su origen en malos hábitos de vida, de los cuales el más preocupante es el consumo excesivo de calorías.
En Alemania, quién lo creyera, las autoridades de salud están en pie de alerta por estos días, al descubrirse, en diversos productos que se ofrecen en los supermercados, una serie de elementos prohibidos para el consumo humano, que suponen un grave peligro para la salud de la comunidad: carne de caballo en las lasañas precocidas, huevos manipulados químicamente, sustancias venenosas en alimentos para animales, jamón artificial en las pizzas, químicos cancerígenos en las
papas fritas. Increíble que esto ocurra en un país donde los controles sanitarios a los alimentos son tan rigurosos.
“Ceba de seres humanos”, llama, empleando una cruel metáfora animal, la revista alemana Der Spiegel a los métodos inescrupulosos de las compañías de alimentos. Ocho periodistas de esa revista se dieron a la tarea de investigar sus métodos de producción. Los resultados son aterradores.
Según la investigación, los alemanes consumen anualmente cuatrocientos millones de paquetes de papitas fritas y los más diversos tipos de pasapalos, con el agravante de que la mayoría de los ingredientes con que están fabricados son producidos artificialmente. Ni siquiera se salva la papa –la omnipresente Kartoffel– llevada de América por el Barón von Humboldt y que constituye una de las bases del menú diario de las familias alemanas. La papa de algunos chips es tan auténtica como una hebra de nylon.
Según la investigación, los alemanes consumen anualmente cuatrocientos millones de paquetes de papitas fritas y los más diversos tipos de pasapalos, con el agravante de que la mayoría de los ingredientes con que están fabricados son producidos artificialmente. Ni siquiera se salva la papa –la omnipresente Kartoffel– llevada de América por el Barón von Humboldt y que constituye una de las bases del menú diario de las familias alemanas. La papa de algunos chips es tan auténtica como una hebra de nylon.
Sal, grasa y azúcar: he ahí los tres jinetes del ‘adipocalipsis’ sobre los cuales cabalgan las multimillonarias ganancias de los consorcios fabricantes de estos productos hechizos –y nunca mejor empleado el término–, a costa de la salud de quienes los consumen.
Crac, crac. El suave crujido de las papitas, que nos convierte en gozosos roedores en la silla del cine o frente al televisor, y el delicado sabor salado que queda en la boca al tragarlas, todo eso ha sido fríamente calculado en las fábricas.
Sometidas a una presión de 276 milibarios, las papas están fabricadas para que estallen entre nuestros dientes y para que, al reblandecerse en nuestra boca, nos dejen la tranquilizante sensación de que no hemos ingerido demasiadas calorías. En pocos minutos, el paquete está vacío y, sin el menor remordimiento, abrimos el siguiente.
Lo que los consumidores desconocemos son los ingredientes que intervienen en la elaboración de esos adictivos abrebocas. La abundante sal que contienen activa una especie de Punto G del cerebro, responsable del placer gratificante. El almidón o fécula que se les agrega eleva rápidamente nuestros niveles de azúcar y los hace descender con la misma celeridad, con lo cual se logra un efecto de apetito. Para calmarlo, hay que seguir sacando papitas de la bolsa. Finalmente, la grasa, que impregna generosamente el producto, es la responsable de esa suave sensación que nos queda en la boca.
Nadie puede reprocharles a los fabricantes de alimentos que saquen al mercado productos que resulten atractivos a la vista en los supermercados, mucho menos que logren darles un sabor que cautive al consumidor. Tampoco, en un mundo regido por la oferta y la demanda, puede criticárseles su legítima aspiración de vender más y obtener mayores ganancias. Pero en un tema tan delicado como el de la alimentación humana, lo menos que puede pedírseles es responsabilidad ética frente a lo que ya ha sido señalado como un factor de riesgo para la salud de la población mundial.
En varias oportunidades, los principales fabricantes de alimentos procesados se han reunido para encontrar soluciones, pero no se han puesto de acuerdo, ni siquiera en el elemental objetivo de reducir el contenido de sal de sus productos entre un quince y un veinte por ciento.
Esa es la razón por la que ahora, un grupo de expertos, integrado por científicos, médicos, dietistas, psicólogos y defensores del consumidor de varios países, con el respaldo de sus gobiernos, estén tratando de llegar a conclusiones que obliguen a los fabricantes a entrar en razón. Rob Moodie, un profesor de la Universidad de Melbourne que forma parte de ese grupo, empleó la ironía para explicar el porqué de su lucha:
“Dejarles la solución del problema a los fabricantes es como encargarle a un asaltante nocturno la instalación de las cerraduras de nuestra casa”.F: ElHeraldo